La humanidad enfrenta una transformación demográfica de magnitud histórica. En casi todos los rincones del planeta, las tasas de natalidad se desploman y las consecuencias comienzan a sentirse en los sistemas económicos, previsionales y sociales.
Por Dr. Daniel Cassola
Lo que en décadas pasadas era motivo de celebración —la reducción de la pobreza, el acceso a la educación y la igualdad de género— hoy convive con un fenómeno que amenaza con alterar el equilibrio poblacional: cada año nacen menos niños, y con ellos se desvanece la base de sostenimiento del futuro.
Según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), la caída de la natalidad ya no es una simple cuestión de elección personal. En su informe Estado de la Población Mundial 2025, el organismo advierte que el deseo de tener hijos choca con un conjunto de obstáculos estructurales cada vez más profundos. Los altos costos de vida, la precariedad laboral, la falta de vivienda accesible y la dificultad para conciliar el trabajo con la crianza conforman un entramado que desalienta la maternidad y la paternidad. No se trata de que las personas no quieran formar familias, sino de que el contexto las empuja a postergar —o directamente renunciar— a esa posibilidad.
El impacto económico de esta tendencia es ineludible. Menos nacimientos implican, a largo plazo, menos trabajadores activos y, por lo tanto, menos aportes para sostener sistemas jubilatorios ya tensionados por el envejecimiento poblacional. Si las nuevas generaciones no alcanzan a reemplazar a las que se retiran, los esquemas de reparto colapsan. El informe del UNFPA resume el dilema con claridad: “El verdadero problema no es que las personas vivan más, sino que el mundo no está preparado para sostenerlas”. Lo que antes era un bono demográfico —una amplia población joven que sostenía a los mayores— se está convirtiendo en una carga que amenaza con desbalancear la economía global.
La situación no distingue fronteras. En Asia Oriental, la región más afectada, el descenso es vertiginoso. Corea del Sur registra apenas 0,7 hijos por mujer, la cifra más baja del planeta, mientras que Taiwán, Singapur, Japón y Hong Kong rondan el 1,2. En América Latina, la tendencia también es evidente. Chile, Uruguay, Costa Rica y Cuba muestran tasas cercanas a 1,2 hijos por mujer, y Argentina, con 1,48, se encuentra muy por debajo del nivel de reemplazo poblacional, establecido en 2,1. Entre 2014 y 2020, la fecundidad argentina se redujo un 34%, y la natalidad adolescente cayó más del 60% entre 2017 y 2023, según datos del Ministerio de Salud y el UNFPA.
Esta transformación demográfica obliga a los gobiernos a repensar políticas públicas de manera urgente. Incentivos económicos, licencias laborales extendidas, redes de cuidado infantil accesibles y programas de vivienda podrían revertir, al menos parcialmente, la tendencia. Pero los expertos coinciden en que el desafío es más profundo: requiere reconstruir la confianza en el futuro. Las generaciones jóvenes no solo enfrentan dificultades materiales, sino también un pesimismo estructural que se alimenta de la crisis climática, la inestabilidad política y la incertidumbre laboral. En este contexto, la idea de criar hijos se percibe como un acto de riesgo más que de esperanza.
En Argentina, el problema se combina con un mercado laboral inestable y salarios que pierden poder adquisitivo. Las parejas jóvenes, muchas de ellas sin acceso a vivienda propia, posponen la decisión de tener hijos hasta que las condiciones mejoren, algo que rara vez sucede. El resultado es una sociedad que envejece rápidamente, con menos nacimientos y más personas mayores que dependen de un sistema previsional al límite.









